El
dolor que sentimos al perder a un ser querido, nunca se olvida. Algunos –me incluyo- debemos aprender a aceptar y a
apreciar la vida como es: única y caduca.
Esa persona con la que
tanto luche batallas que solo me hacían mas parecida a él. Algunas las ganó él
y otras yo.
Él, un ingeniero sin
titulo, perfeccionista y totalista.
Él, que le sostenía la
mirada y la razón a quien fuese.
Él, que se decía muy
introvertido y misterioso pero que era muy fácil de leer. Él, que aprendió a la
mala que era mejor llenar el estomago que el corazón. Él, que te detectaba “cabrones
y pendejos” en segundos, sin filtros y sin temor.
Él, fiel y leal a dos
cosas: a su boca y a su esposa.
Él, que nunca supo pedir
perdón.
Él y su egocéntrica
necesidad de siempre ganar y nunca fallar.
Tan sabio fue que aquél
día doce que supo olfatear su muerte.
Por la mañana pidió a
mamá que lo bañara y pusiera perfume.
Desayunó una taza de nieve
de nuez y miró el techo por mas de una hora, preguntando y contestando.
En aquellos dos meses
que me duró, fuimos, por primera vez, padre e hija, así que desde que me
despertaba no perdí tiempo en bajarlo a saludar y luego irme a la escuela.
Ese día doce, no tuve
mucho tiempo para platicar, me había quedado dormida y se me estaba haciendo
tarde. Entré a su cuarto y me senté con él.
Bajó muy rápido sus ojos
y note que en su reflejo no estaba yo,
ahora lo se,
en ese momento no.
Primero le di dos besos,
uno en la frente y uno en el cachete.
Me tomo del brazo muy
fuerte y con sus dedos aún hinchados de suero me apretó; después me abrazó y me
puso frente a su cara, me miró largo y fuerte –sí, fuerte-.
Me dijo algo con una voz
que no entendí.
Le pregunte y de nuevo
me volvió a decir, tampoco le entendí.
Ahora sus ojos estaban
dibujados por algo que yo nunca había visto, un anhelo, un deseo, un ¡por
fin!...
Con un tercer beso le
dije que me tenía que ir, que lo vería a las cuatro para platicar o jugar
dominó.
Vivió a sujetar mi
brazo, supe que no quería que me fuera,
ahora lo entiendo,
en aquél momento no.
Con un cuarto beso me
solté de él, sin saber que ese contacto sería la ultima que vez que me regalara
ver el color claro de sus ojos y el calor de su piel.
Han pasado nueve años
desde aquél día doce y yo acabo de entender que con su mirada y ese abrazo
largo se despedía de mí.
Durante dos meses tuve
al papá que quería,… hoy, después de nueve años extraño al papá que tenía.
Ahora pienso que él
observó algo mas allá de su muerte que lo dejo así, sin voz. Ahora siento que vio a Dios.